Por Federico Pita
La historia oficial argentina nos enseñó a ver el 25 de mayo de 1810 como el nacimiento de la Patria. Nos hablaron de una revolución impulsada por varones blancos, ilustrados y patriotas, que destituyeron al virrey y conformaron la Primera Junta de Gobierno, abriendo el camino hacia la independencia. Nos hicieron repetir hasta el cansancio que “el pueblo quería saber de qué se trata” y que, por fin, comenzaba la libertad en estas tierras. Sin embargo, esa libertad tuvo límites muy claros: era blanca, masculina y propietaria. No alcanzó a las mayorías populares ni mucho menos a los cientos de miles de africanos, africanas y afrodescendientes que habitaban el actual territorio argentino, quienes en su casi totalidad eran esclavizados.
Para muestra basta con recordar que en 1810, en la ciudad de Buenos Aires casi el 30% de la población era africana y/o afrodescendiente, y que en algunas provincias del norte el porcentaje superaba el 60%. Pese a esto, el relato mitrista –ese dogma que aún circula como verdad revelada en muchas escuelas y medios– reduce a las personas negras a una nota al pie, o directamente las borra del mapa. La Revolución de Mayo fue, en gran medida, una transformación desde arriba, pactada entre sectores criollos ilustrados que buscaban mayor autonomía frente al poder español pero sin intención alguna de cambiar el orden social y racial. La esclavitud siguió vigente y la libertad prometida fue para unos pocos.
Por eso no es menor ni casual que uno de los protagonistas invisibilizados de ese proceso haya sido Bernardo José de Monteagudo, afrodescendiente nacido en Tucumán, abogado, periodista, político y revolucionario. Con apenas 21 años, Monteagudo fue una pieza clave en la agitación política previa al Cabildo Abierto. Su periódico, el Grito del Sud, fue una herramienta de difusión de ideas revolucionarias; participó en la Sociedad Patriótica y defendió no solo la independencia, sino también un proyecto político aún más radical que ponía en cuestión las bases del sistema colonial. Su negritud fue sistemáticamente ocultada por la iconografía racista que lo blanqueó en retratos falsificados: un pensador negro radical era una amenaza para un relato fundacional que buscaba perpetuar la supremacía blanca.
Bernardo José de Monteagudo, la segunda imagen es la versión blanqueda, falsa y racista que circuló durante muchos años.
Mientras en Haití la esclavitud fue abolida en 1804, en estas tierras recién se declararía su fin casi medio siglo después, en 1853, y no sin resistencia. La Revolución Haitiana, la primera revolución triunfante de América Latina, fue el fantasma que acechaba a las élites criollas, el espejo temido que mostraba hasta dónde podía llegar el pueblo cuando se organizaba. Es por eso que acá se hizo todo lo posible para mantener a raya a las mayorías afrodescendientes: se las segregó, se las explotó, se las empujó a la primera línea de combate, se las silenció.
Los actos escolares siguen mostrando a criollos de pelucas empolvadas, damas antiguas blancas repartiendo escarapelas y cabildos ordenados, donde “el pueblo” (masculino, adulto, blanco) debate la patria. Pero la verdadera revolución está en las calles de barro, en las pulperías, en los cuarteles, en los mercados, en las cocinas: ahí donde nuestras ancestras negras sostenían la vida cotidiana mientras eran esclavizadas, abusadas, invisibilizadas. Ellas también hicieron patria, pero la historia oficial las borró.
La “libertad” del 25 de mayo fue una libertad excluyente. No cuestionó el régimen esclavista. No incluyó a lxs originarixs, a lxs negrxs, a las mujeres, a lxs pobres. Fue una revolución blanca que no quiso parecerse al pueblo. Hoy, más de dos siglos después, seguimos arrastrando esa herencia. Nuestros gobernantes siguen sin parecerse al pueblo que dicen representar. Las mayorías racializadas seguimos siendo las más precarizadas, las más vigiladas, las más castigadas. Y la palabra libertad sigue siendo usada como excusa por quienes más la temen.
Reivindicar el rol de lxs afroargentinxs en la Revolución de Mayo no es un gesto nostálgico, sino un acto político. Es recuperar una memoria silenciada para construir una historia nacional que nos contenga a todxs, no sólo a quienes firmaban actas con pluma y peluca. Es enaltecer la lucha colectiva y no la hazaña individual. Es interrumpir el mito de la Argentina blanca, europea y civilizada, y reconocer que este país fue, es y será negro, indígena y popular.
Somos descendientes de quienes pusieron el cuerpo para que otros pudieran firmar la independencia. Hoy, nuestras luchas por memoria, verdad y justicia racial siguen siendo parte de la revolución inconclusa. Porque no hay verdadera libertad mientras se mantenga el racismo estructural. Porque no hay Patria sin nosotrxs. Porque la historia no empieza ni termina en el Cabildo, sino en cada cuerpo negro que resistió, que lucha y que sueña con una Argentina más justa.
Federico Pita, es politólogo (UBA). Especialista en afrodescendencia, raza y racismo. Fundador de la Diáspora Africana de la Argentina (DIAFAR). Activista antirracista afroargentino. Negro de conciencia.