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Por Atilio Boron
Los propagandistas del actual Gobierno argentino repiten ad nauseam una de las más resonantes falacias ideológicas de la filosofía política, a saber: que liberalismo y democracia son dos caras de una misma moneda. Se habla con total impunidad del legado democrático de Juan Bautista Alberdi, sin duda una figura descollante del liberalismo latinoamericano del siglo XIX, pero que al igual que sus mentores europeos y estadounidenses consideraba a la democracia como una variante de la «tiranía de la mayoría». Es a causa de esa premisa que la Constitución de 1853, inspirada en el autor de las Bases, no hace mención alguna a la democracia. Recordemos el artículo primero de la misma: «La Nación Argentina adopta para su Gobierno la forma representativa republicana federal, según la establece la presente Constitución». Recién con la reforma de 1994 la democracia aparecería en el texto constitucional que nos rige.
Aquella ausencia no es casual y va de la mano de la consternación que sobrecogió a Alberdi luego de la oleada revolucionaria de 1848 en Europa. En uno de los pasajes destinados al tema escribe que «(P)ara obviar los inconvenientes de una supresión brusca de los derechos de que han estado en posesión la multitud, podrá emplearse el sistema de elección doble y triple, que es el mejor medio de purificar el sufragio universal sin reducirlo ni suprimirlo, y de preparar las masas para el ejercicio futuro del sufragio directo». (pag. 79, edición electrónica). Va de suyo que los sistemas de doble o triple sufragio son esencialmente antidemocráticos puesto que instauran el voto calificado, en donde las elites gozan de los derechos ciudadanos mientras que a los plebeyos se les cierran las puertas de la participación política. Son libres para perseguir sus propios fines en la vida económica, pero no están preparados para gobernar. Eso queda para el futuro, como lo recuerda el gran tucumano y como también observaba John Stuart Mill. Y ese talante antidemocrático quedó claramente plasmado en el texto constitucional de 1853.
Contradicción
En todas partes el liberalismo se arroga la virtud de ser nada menos que el manantial del cual brota la democracia, pero la evidencia histórica refuta esa pretensión: el liberalismo, como ideología que nació con –y legitima a– la sociedad burguesa y al capitalismo está en una contradicción radical e irresoluble con la democracia. En pocas palabras: más capitalismo significa menos democracia, y viceversa. Y esto es así tanto en el plano de la teoría como en el de la praxis histórica.
Teóricamente, porque ninguno de los autores del liberalismo clásico (John Locke, James Mill, Benjamin Constant o Alexis de Tocqueville entre los más notables) como los posteriores, John Stuart Mill, el más sobresaliente en la segunda mitad del siglo XIX, abogó por una democracia o fue partidario de este régimen político, aún en su forma más rudimentaria: el sufragio universal masculino.
Hasta la fecha nadie pudo citar a un intelectual o político liberal que se manifestara a favor de la democracia, entendida según la famosa fórmula de Abraham Lincoln cuando dijo que «la democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo». El que más lejos llegó fue el ya mencionado J. S. Mill, proponiendo el voto calificado para los varones adultos y alfabetizados, en una época en donde el analfabetismo estaba ampliamente extendido. Difícil reconciliar esta propuesta con la sucinta pero radical definición de Lincoln.
Y en el terreno de la práctica hay que decir que así como la palabra democracia brilla por su ausencia en la Constitución de 1853 lo mismo ocurre con su homóloga estadounidense. ¿Cómo explicar la contradicción de un país cuyos gobernantes, líderes políticos, grandes empresarios e intelectuales notables se autoproclamen voceros de la principal democracia del planeta sin que esta sea siquiera nombrada en su Carta Magna?
Refiriéndose a esta incómoda (para los acólitos del liberalismo) paradoja, Noam Chomsky recuerda las intervenciones de Alexander Hamilton, primer secretario del Tesoro de Estados Unidos, en la Convención de Filadelfia de 1787 diciendo que el pueblo era «la gran bestia» que debía ser domada y sometida. Por eso aconsejaba enseñar a los farmers independientes y díscolos de las rebeldes colonias –aun recurriendo a la fuerza en caso de necesidad– que los ideales radicales contenidos en los panfletos revolucionarios de gentes como Tom Paine no debían ni podían ser tomados al pie de la letra.
En suma: la masa plebeya no debía ser representada por otros de su misma clase sino dejar que la aristocracia, los comerciantes, los abogados y otros de probada responsabilidad y patriotismo en el manejo de los asuntos del Estado lo hicieran por ellos. Dado lo anterior es evidente cuáles son los fundamentos ideológicos de la progresiva involución de las democracias en las sociedades capitalistas, devenidas en insaciables plutocracias: gobierno del mercado, por el mercado y para el mercado. Y, también, se comprende la reluctancia del presidente Javier Milei para responder de forma inequívoca a una periodista que, con insistencia, le preguntó si creía en la democracia. Su respuesta evasiva solo puede ser interpretada como una vergonzante negativa.
En todas partes el liberalismo se arroga la virtud de ser nada menos que el manantial del cual brota la democracia, pero la evidencia histórica refuta esa pretensión: el liberalismo, como ideología que nació con –y legitima a– la sociedad burguesa y al capitalismo está en una contradicción radical e irresoluble con la democracia. En pocas palabras: más capitalismo significa menos democracia, y viceversa. Y esto es así tanto en el plano de la teoría como en el de la praxis histórica.
Teóricamente, porque ninguno de los autores del liberalismo clásico (John Locke, James Mill, Benjamin Constant o Alexis de Tocqueville entre los más notables) como los posteriores, John Stuart Mill, el más sobresaliente en la segunda mitad del siglo XIX, abogó por una democracia o fue partidario de este régimen político, aún en su forma más rudimentaria: el sufragio universal masculino.
Hasta la fecha nadie pudo citar a un intelectual o político liberal que se manifestara a favor de la democracia, entendida según la famosa fórmula de Abraham Lincoln cuando dijo que «la democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo». El que más lejos llegó fue el ya mencionado J. S. Mill, proponiendo el voto calificado para los varones adultos y alfabetizados, en una época en donde el analfabetismo estaba ampliamente extendido. Difícil reconciliar esta propuesta con la sucinta pero radical definición de Lincoln.
Y en el terreno de la práctica hay que decir que así como la palabra democracia brilla por su ausencia en la Constitución de 1853 lo mismo ocurre con su homóloga estadounidense. ¿Cómo explicar la contradicción de un país cuyos gobernantes, líderes políticos, grandes empresarios e intelectuales notables se autoproclamen voceros de la principal democracia del planeta sin que esta sea siquiera nombrada en su Carta Magna?
Refiriéndose a esta incómoda (para los acólitos del liberalismo) paradoja, Noam Chomsky recuerda las intervenciones de Alexander Hamilton, primer secretario del Tesoro de Estados Unidos, en la Convención de Filadelfia de 1787 diciendo que el pueblo era «la gran bestia» que debía ser domada y sometida. Por eso aconsejaba enseñar a los farmers independientes y díscolos de las rebeldes colonias –aun recurriendo a la fuerza en caso de necesidad– que los ideales radicales contenidos en los panfletos revolucionarios de gentes como Tom Paine no debían ni podían ser tomados al pie de la letra.
En suma: la masa plebeya no debía ser representada por otros de su misma clase sino dejar que la aristocracia, los comerciantes, los abogados y otros de probada responsabilidad y patriotismo en el manejo de los asuntos del Estado lo hicieran por ellos. Dado lo anterior es evidente cuáles son los fundamentos ideológicos de la progresiva involución de las democracias en las sociedades capitalistas, devenidas en insaciables plutocracias: gobierno del mercado, por el mercado y para el mercado. Y, también, se comprende la reluctancia del presidente Javier Milei para responder de forma inequívoca a una periodista que, con insistencia, le preguntó si creía en la democracia. Su respuesta evasiva solo puede ser interpretada como una vergonzante negativa.
Atilio Alberto Borón es un sociólogo, politólogo, catedrático y ensayista argentino. Doctorado en Ciencia Política por la Universidad Harvard. Es profesor consulto de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires e investigador adscripto al IEALC de dicha facultad.
Fuente: ACCION.COOP